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Los entrenadores de fútbol en la mira


Las decisiones del Patón Bauza en la selección argentina se observan al milímetro. El clásico de Manchester se plantea exclusivamente como un duelo Mourinho-Guardiola. Las palabras y gestos de Gallardo o Guillermo adquieren casi más trascendencia que lo que ocurre en la cancha. La sensación es que los técnicos se han adueñado del fútbol, o que los demás se lo hemos dado en consignación.

 

En los últimos años, la consideración hacia los entrenadores ha cambiado mucho y cabría preguntarse las causas. Existe una necesidad de exagerar, de llamar la atención y de individualizar la derrota y el éxito. El momento social, tan convulsionado, nos conduce a aniquilar a quien se equivoca y a admirar circunstancialmente a quien brinda una satisfacción. Nos movemos en un mundo falso de héroes y villanos, de culpables e inocentes, y en ese nuevo paradigma, el director técnico calza como un personaje ideal.

Por eso ya se naturalizó la irresponsabilidad de pretender juzgar a Bauza de manera terminante y absoluta después de sus 4 primeros partidos al frente de la selección. Un entrenador, según su mirada, genera siempre adhesiones y resistencias, pero no se puede pretender que cambie todo en poco tiempo. Entonces se cae en el absurdo de determinar si descubrió América o no de acuerdo a los resultados obtenidos. En su caso, lo único posible es ver hacia dónde se direcciona el equipo, cuáles son los trazos más generales de su propuesta, y apenas algo más.

Armar un equipo, consolidar una idea de juego lleva tiempo, pero vivimos en una época de pocos matices, donde todo es blanco o negro. Y los directores técnicos se prestan a la perfección para ocupar un lugar determinado en esta dualidad de buenos y malos, como pasa con Guardiola y Mourinho. Es cierto que existen entrenadores que piensan diametralmente opuesto al nuevo paradigma. Unos quieren minimizar los riesgos, porque tienen miedo a que sus jugadores se equivoquen y suponen que sus equipos van a ser más sólidos y seguros si la pelota está lo más lejos y lo más alto posible. Otros creen que un par de errores no invalidan nada, y que por el contrario son parte de cualquier juego. Un gol, en definitiva, puede llegar a través del dominio del juego, en una jugada aislada a contramano del desarrollo del partido o bien en una jugada accidental.

Particularmente, no creo que haya entrenadores que sean tan antagónicos, pero como existe a nivel mundial una nueva corriente que apuesta por recuperar algunas pautas del fútbol más elaborado y menos pragmático de antaño, están los que se instalan en la vereda de enfrente, los que quieren ser Superman, el paladín de la Justicia que los combate a todos.

Hay mucha vanidad en esa pretensión de defender lo indefendible con teorías extravagantes. ¿Quién puede negar que un equipo juegue mejor si la pelota va a ras del piso, la tocan todos y sale bien tratada desde atrás? Negar eso sería negar el juego mismo. No puede haber nunca una convicción en ese sentido, entonces ponerse del lado "práctico" pasa a ser una cuestión narcisista, un intento de sacar ventaja solo por el hecho de estar siempre del lado de enfrente.

Esta posición enlaza con una crónica escrita por el periodista español Santiago Segurola. En ella explicaba que los directores técnicos se consideran pertenecientes a una casta especial, poseedores de una sabiduría fuera de lo común, pero que la utilizan en beneficio propio, para realzar su figura y usurpar el lugar que les corresponde a los jugadores.

Si se pierde o gana ya no es facultad de los que pisan la cancha, porque en algunos casos los entrenadores se han adueñado del juego y del resultado. Eso sí, siempre que las cosas vayan bien. Porque ante la derrota surge la trampa y la culpa pasa a ser de la desatención o el error de los jugadores.

La prensa también conspira a favor de esta ambigüedad, porque ayuda a fogonear el negocio de la individualidad. Todo hoy es descartable. Y el técnico, dentro del papel que le corresponde en el circo, es el fusible perfecto para construir entre todos un personaje descartable.

Esto va en contra del progreso del propio futbolista, pero a su vez el entrenador ayuda a crear ese tipo de jugadores porque le da miedo la libertad, le asusta que sus dirigidos se tomen algunas licencias. El atrevimiento, imprescindible en el fútbol porque se trata de un juego de riesgos que deben asumirse, se va construyendo de a poco, con un técnico que te anima a intentarlo, que no te priva de tu libertad dentro del orden, que no te condena quitándote del equipo ante cada error que cometas.

Esto conforma una idea superadora, que se sitúa por encima de la falla puntual. Porque el encierro de la táctica y el verdadero desequilibrio de un equipo se dan tanto por la ubicación geográfica de los futbolistas para componer un orden como por la autolimitación de un jugador que no arriesga porque se siente censurado por su técnico.

Podemos tener controversias, pero más allá de ellas lo verdaderamente importante, el legado de un entrenador, es el mensaje que deja hacia el juego y la competencia. Si para considerarse especiales y dueños de la victoria ciertos técnicos entienden que ganar es el único objetivo, u otros mantras parecidos, correspondería preguntarse cuál es su función pedagógica, cuál es el desarrollo de su idea.

En el fondo, todo entrenador sabe que suceden cosas irremediables e incontrolables dentro de un partido. De la planificación a lo que se concreta siempre habrá una brecha, por más intentos que se hagan por achicarla.

Porque imagino que la verdadera dimensión de la tarea de un entrenador solo se tiene después de cinco o diez años, cuando se encuentra con un jugador que dirigió y este le devuelve lo que el técnico hizo por él. Esto es maravilloso y no hay recompensa que pueda superarlo. Entonces podrá decir que ha cumplido por completo su rol, sin importar si la pelota que dio en el palo en el último minuto entró o no.


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