La tecnocracia se puso de moda.
Desde hace algún tiempo se ha instalado una perversa idea que parece muy simpática y cuenta con muchos adeptos, pero que oculta profundos riesgos. La llegada de algunos personajes a la política, que no provienen de ella y que han intentado diferenciarse, es la marca registrada de este tiempo.
Ellos pretenden mostrar que existe una nueva forma de hacer las cosas y sostienen que los gobiernos deben simplemente emular a las empresas. Este recurrente planteo convoca a un desafiante debate de fondo
s probable, que el desparpajo de muchos dirigentes políticos en el pasado, quienes a la hora de tomar decisiones apelaron solo a su intuición, haya generado esta huella, creando el campo propicio para el aterrizaje masivo de una casta de profesionales enrolados en esta moderna tecnocracia.
Esta suerte de “gobierno de los técnicos” intenta anteponer sus métodos científicos por delante de la política. Creen, firmemente, en la neutralidad de los criterios técnicos y afirman que todo se puede hacer sin orientación ideológica alguna, apostando a la contundencia de una supuesta evidencia.
Colocar en un plano de igualdad al gobierno con las empresas constituye un grosero error conceptual. Una empresa tiene accionistas, que invierten voluntariamente su propio dinero con el objeto de maximizar ganancias, crear valor e incrementar sus beneficios, utilizando el estímulo del lucro.
Un gobierno tiene un rol bien diferente. Fue creado para garantizar el pleno ejercicio de derechos fundamentales para los miembros de una comunidad. Se nutre exclusivamente de recursos que extrae de la gente coercitivamente y no existe en su esencia ni la rentabilidad, ni la búsqueda de dividendos. Jamás podría funcionar como una empresa, porque no lo es.
A no equivocarse. La tecnología es siempre bienvenida, pero se debe entender que solo es una herramienta y no una meta en sí misma. Es saludable ofrecer excelentes resultados. Lo peligroso es creer que gobernar solo conlleva hacer una buena gestión, administrar con eficiencia los recursos o disponer de conocimientos especiales en abundancia.
La política es algo mucho más trascendente, que está distante de esas incompletas concepciones que los tecnócratas traen consigo. La tarea de gobernar implica proyectar una visión integradora que abarca la filosofía, la economía y la política. Los técnicos solo deben adaptarse a ella e intentar implementar esas decisiones estratégicas de un modo inteligente.
Es innegable que son tiempos de profesionalización de la política. Pero no se debe confundir una cosa con la otra. Los que conocen el ruedo, los que dominan una materia, los que se han formado en los diferentes campos, deben ser parte, protagonizando esos procesos. Pero la conducción general del gobierno no puede quedar en manos de esos “gerentes”. Ellos pueden aportar una mirada específica, única, muy útil, pero siempre parcial. Están para integrarse a los equipos de trabajo y administrar lo que les toca.
Cierta tentación contemporánea ha llevado a exacerbar esta tendencia. Convocar a los mejores técnicos no hará que todo funcione de maravillas, porque las cuestiones humanas son mucho más complejas y asegurar derechos esenciales no es territorio exclusivo de los especialistas en ciencias duras.
Existen, en la historia reciente, muchas experiencias parecidas con gobiernos regidos por la dinámica de los números, pero que no han logrado avances concretos en la calidad de vida, que sean tangibles para los ciudadanos. Las cifras ayudan a evaluar la marcha de los acontecimientos, contribuyen de un modo decidido como parámetros, aportan referencias vitales, pero jamás logran ser el alma de una gestión de gobierno.
El rumbo lo determina siempre la impronta ideológica de quienes han sido elegidos para encaminar la coyuntura. De eso depende, en buena medida, el éxito o el fracaso de esa etapa. Los aspectos técnicos siempre inciden y contribuyen mucho, pero lo hacen respecto de las definiciones políticas previas. Es imperioso, entonces, eludir la creencia de que los técnicos pueden gobernar y desterrar esta simplificación que sostiene que poblar el Estado con este tipo de perfiles es sinónimo de magníficos resultados.
Se trata de lograr un sano equilibrio. La política sin técnicos no marchará adecuadamente, porque las mejores ideas necesitan ser instrumentadas de un modo eficaz. Un gobierno repleto de técnicos, pero sin norte, sin las sutilezas de la política, sin el talento de esos liderazgos que permiten convertir lo imposible en factible, tampoco puede lograr nada bueno.
Las reacciones espasmódicas nunca ayudan. La sensatez y la racionalidad no deben perderse nunca, y mucho menos a la hora de ocuparse de los asuntos públicos. Ya se sabe que cuando llegan al poder los demagogos, intuitivos e improvisados nada termina bien, pero se debe evitar caer en la trampa de pensar que los expertos son una alternativa válida para obtener todas las soluciones anheladas.
Si la dirección elegida, si la ruta seleccionada, no es la correcta ningún avezado profesional, ni la suma de muchos de ellos logrará llegar a buen puerto y nada resultará cómo algunos ingenuos esperan. Lamentablemente, todo hace pensar que los errores están asomando a la puerta, porque otra vez, la tecnocracia se puso de moda.